viernes, junio 09, 2017

LOS CAMPOS DE INTERNAMIENTO DE CIUDADANOS DE ORIGEN JAPONÉS EN CANADÁ DURANTE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL




Bien, amigos, estos días he estado ausente del blog porque se me han juntado dos cosas; la primera, que se me echa encima el plazo para entregar el manuscrito de mi próximo libro, y la segunda la organización de mis escapadas veraniegas.

De momento, el fin de semana del 16 al 18 de junio ya tengo confirmada mi presencia en la reconstrucción del Desembarco de Normandía que se llevará a cabo en Benidorm, del que ya habrá tiempo de hablar. Para después, ya tengo un par de cositas atadas, de las que también hablaremos.

Pues vamos con un tema con el que me he tropezado, y del que no había leído nada hasta ahora. Todos sabéis que durante la Segunda Guerra Mundial los estadounidenses confinaron a sus ciudadanos de origen nipón en campos de internamiento. Lo que yo no sabía era que esa misma medida fue tomada también en Canadá.

A los 29.000 inmigrantes nipones que residían en Canadá -de los que el 80 por ciento tenían nacionalidad canadiense- les llegaría también la onda expansiva del ataque a Pearl Harbor. El 24 de febrero de 1942, el gobierno de Ottawa declaró a sus ciudadanos de origen nipón “amenaza para la seguridad nacional”, privándoles de sus derechos civiles y dictando su internamiento.



Esa decisión fue aplaudida por la sociedad canadiense, que desde hacía décadas mostraba recelos, cuando no una abierta hostilidad, hacia la colonia nipona. El primer inmigrante japonés había llegado en 1877, dedicándose a la exportación del salmón. A partir de ahí fueron llegando más compatriotas suyos, que mostrarían un gran dinamismo económico, especialmente en la actividad pesquera. En 1919, la mitad de las licencias de pesca correspondían a japoneses.



Aunque se habían integrado plenamente en la economía de la costa oeste canadiense, esa integración no se daba en el ámbito social. La comunidad nipona era endogámica, apenas se daban matrimonios mixtos.



Sus hijos iban a escuelas que impartían las clases en japonés. Se levantaban templos budistas.



En ciudades como Vancouver se concentraron en un barrio que sería conocido como “Pequeña Tokio”. Fue precisamente en esa ciudad en donde en 1907 se produjeron unos disturbios en protesta contra la inmigración asiática, considerada excesiva por algunos sectores, unos ataques que también alcanzarían al barrio chino de la ciudad.

El gobierno trató de calmar ese descontento limitando la entrada de japoneses a 400 al año. Esa hostilidad, que había pasado de latente a explícita, llevó a que la comunidad nipona se encerrase todavía más en ella misma.

En la Primera Guerra Mundial, aunque Canadá era aliada de Japón, el rechazo hacia la colonia nipona aumentaría, ya que los soldados canadienses, al regresar a casa tras luchar en Europa, se encontraron sus puestos de trabajo ocupados por inmigrantes japoneses.


Durante la crisis económica de los años treinta las tensiones aumentarían cada vez más, debido a la competencia laboral, especialmente en el sector pesquero, lo que llevó al gobierno a restringir el acceso de los nipones a determinados puestos de trabajo.




Sin embargo, lo único que lograron esas restricciones fue trasladar la presión nipona a otros sectores, con lo que se extendió el descontento. Al mismo tiempo, mientras Japón emprendía una política expansionista en en Lejano Oriente, los nipo-canadienses comenzaban a ser vistos como una amenaza para la seguridad nacional. En 1938 surgieron las primeras propuestas para que fueran obligados a trasladarse a vivir lejos de la costa del Pacífico.

Así pues, cuando estalló la guerra con Japón, los canadienses estaban convencidos de que sus vecinos permanecerían leales a su emperador en vez de al gobierno de Canadá.

En la provincia de la Columbia Británica, que se extiende por todo el litoral oeste, de Vancouver a Alaska, se creó a partir de la costa una zona de seguridad de 160 kilómetros de profundidad. Los japoneses que residían allí fueron enviados con sus familias al interior de la provincia, en donde se construirían campos de internamiento para alojarlos. Una parte de ellos fueron trasladados a otros puntos de la geografía canadiense.




La medida estaba dirigida sólo a los adultos entre 18 y 45 años, pero en la práctica afectaba a las familias enteras. Sus bienes fueron incautados y vendidos para pagar los gastos de gestión de esas instalaciones, lo que incluyó desde casas y vehículos a barcos de pesca y pertenencias personales.

Los periódicos en lengua japonesa fueron clausurados. Aunque algunos de los desplazados habían luchado con el ejército canadiense durante la Primera Guerra Mundial, e incluso habían ganado medallas combatiendo en Europa, no se libraron de la orden de confinamiento.

Al principio, los desplazados, en número de unos 21.000, tuvieron que alojarse en tiendas de campaña, pero luego se levantaron cabañas de troncos. En cada cabaña, de dos habitaciones, se alojaban dos familias. Los campos no solían contar con alambradas ni vigilancia, al encontrarse en zonas aisladas.




También fueron alojados en pueblos abandonados.

Las familias subsistían con sus ahorros, o los hombres buscaban trabajo por los alrededores a cambio de pobres salarios.




Aunque las condiciones de vida en los campos eran aceptables, hubo alguno en el que fueron deplorables, como el de Hastings Park, en los alrededores de Vancouver, en el que los desplazados fueron confinados en establos y graneros.

La situación de abandono en la que vivían llegó a oídos de la Cruz Roja, que decidió tranferir allí ayuda que tenía dispuesta para otras emergencias.



Otro campo en el que los internos padecieron necesidades fue el de Tashme, al sur de la Columbia Británica, en el que estuvieron recluidas 2.644 personas.



La función de este campo era servir de fuente de mano de obra para la construcción de una autopista que debía unir la frontera estadounidense con Alaska.

Aquí vemos un grupo de trabajadores:




Las autoridades vieron en el internamiento de los japoneses una oportunidad para proporcionar trabajadores a granjas y explotaciones que tenían dificultades para encontrarlos, como por ejemplo las plantaciones de remolacha. Ese trabajo duro y mal pagado, al también habían sido destinados contingentes de inmigrantes chinos e indios nativos, provocó rechazo entre los que habían sido reclutados para ello, por lo que se produjeron huelgas y fugas.

El plan también supuso la separación de las familias, lo que provocó intensas protestas, hasta que a mediados de 1942 el gobierno estipuló que las familias no podían ser separadas.




A partir de 1944, aunque las posibilidades de una acción japonesa contra el continente americano eran ya remotas, el gobierno decidió que los japoneses que se hallaban confinados en los campos de internamiento del interior de la provincia de la Columbia Británica fueran trasladados al este, a la vecina provincia de Alberta.

Los nipo-canadienses en edad militar no fueron llamados a filas durante la guerra. Aun así, a dos centenares de ellos se les permitió alistarse en el ejército canadiense, realizando labores de intérpretes para los británicos en el Lejano Oriente.

Al acabar la guerra, el gobierno canadiense ofreció a los desplazados una indemnización por los bienes confiscados y un billete de regreso a Japón. Unos cuatro mil de ellos aceptarían la oferta. Para el resto se mantuvo la prohibición de residir en la Columbia Británica, y permanecer así alejados de la costa del Pacífico, una prohibición que se prolongaría hasta 1949.

No sería hasta más de cuatro décadas después que el gobierno canadiense reconocería el mal causado a sus ciudadanos de origen nipón. En 1988 pidió disculpas a los afectados por las confiscaciones, expulsiones e internamientos, anunciando también un paquete de compensaciones económicas. De este modo se ponía punto final a ese vergonzoso capítulo de la historia de Canadá.

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